Un microscópico ser comienza a tomar forma y a crecer dentro de ti. Quizá haya sucedido precisamente cuando pensabas “sería hermoso tener un bebé” o puede que la idea no se te hubiese ocurrido aún.
En tu cuerpo comienzan a producirse los primeros cambios importantes. Tu hijo acaba de iniciar su viaje y tú te preparas para protegerlo y nutrirlo. A pesar de que su presencia es aún imperceptible, ya eres capaz de sentirlo.
Las células originadas por la unión del óvulo con un espermatozoide siguen dividiéndose hasta transformarse en un minúsculo embrión cómodamente anidado entre las paredes del útero. Es más pequeño que un grano de arroz, pero crece rápidamente y sin descanso. En su mapa genético ya está establecido si será una niña o un niño, si tendrá los ojos marrones como mamá o el cabello liso o rizado. Un poco de paciencia y tú también lo sabrás.
La medicina calcula los plazos de manera diversa con respecto a la realidad: se dice que el pequeño tiene cuatro semanas, 1 mes lunar, a pesar de que la fecundación haya tenido lugar 14 días antes. El cálculo comienza desde el primer día de la última menstruación.
Tu cuerpo te envía algunas señales premonitorias: algo ha cambiado. Pocos días después de la fecundación, una prueba de embarazo ya puede detectar el estado de ‘buena esperanza’.
Puede que adviertas una ligera tensión en el pecho, un sabor vagamente metálico en la boca, un insólito agotamiento o un humor variable. Los responsables son las hormonas cuyo nivel comienza a elevarse inmediatamente después de la concepción. A veces tienen nombres complicados, como gonadotropina coriónica, lactógeno placentario, estrógenos, progesterona. Lo único que necesitas saber es que estimulan el crecimiento del útero y las glándulas productoras de leche, aseguran un correcto desarrollo del bebé, son responsables de las características femeninas y su función es asegurar un embarazo sano.